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ni esclavos ni excluidos

A tres meses de su partida: el legado vivo de Francisco

ByLa Alameda

Jul 22, 2025



Por Gustavo Vera

Cuando ya estaba a punto de jubilarse, Dios lo llamó desde el “fin del mundo” para atravesar en burrito un planeta convulsionado por guerras, pandemias, catástrofes ambientales y la dictadura del pensamiento único. A ese mundo herido llegó Francisco con las únicas armas de la Fe, la Oración y las Bienaventuranzas. En su fragilidad humana, y con la fuerza del Espíritu, guió a la Iglesia universal durante doce años luminosos, sosteniéndola unida y en esperanza en tiempos tumultuosos.

Tres meses después de su muerte, su magisterio no sólo permanece: se agiganta. Su mensaje, que iba del corazón a la cabeza y de las periferias al centro, logró conmover a millones. Francisco colocó nuevamente al ser humano en el centro, no al dinero. Propuso una Iglesia en salida, con olor a pueblo, dispuesta a sanar a los heridos del camino, a levantar al que cayó y tender la mano al descartado.

Su magisterio fue, ante todo, coherente. Predicó con el ejemplo: eligió vivir en una habitación sencilla en Santa Marta en lugar del palacio apostólico, comer con trabajadores y sacerdotes, rechazar los ornamentos pomposos, y abrir las puertas del Vaticano a los pobres y sin techo. Su opción por los últimos no fue una pose: fue una forma de vida, una conversión permanente al Evangelio encarnado.

Francisco nos recordó una y otra vez la figura del Buen Samaritano, el que viene desde los márgenes y se hace cargo del otro con amor gratuito. En su encíclica Fratelli Tutti nos interpeló directamente: “la inclusión o exclusión de quien sufrió al costado del camino define todos los proyectos económicos, sociales, políticos y religiosos.” Y nos preguntó, como Dios a Caín: “¿Dónde está tu hermano?”

Desde esa lógica evangélica, nos convocó a reconstruir las tres relaciones rotas: con Dios, con la naturaleza —la Casa Común— y entre nosotros mismos, como hermanos. Denunció un sistema global que no se aguanta más: una maquinaria de descarte y consumismo que adora la ganancia y produce exclusión, destrucción ambiental, guerras por los mercados y millones de seres humanos reducidos a mercancía. Nos advirtió sobre el peligro de aceptar el “pensamiento único” que convierte a los pobres en sobrantes del sistema, cosificados, esclavizados, traficados, desechados.

Y nos ofreció una salida: sociedades justas, inclusivas y sustentables, centradas en el trabajo digno, el salario justo, la tierra, el techo y el trabajo —las tres T— como derechos fundamentales y no privilegios. Una economía que sirva a la vida y no al revés. Una política al servicio del bien común y no del mercado.

Francisco fue claro: la fe sin obras está muerta. Hay un galpón lleno de gente que dice tener fe pero pasa de largo ante el hermano herido. Y también hay muchos que no saben que tienen fe, pero se hacen cargo del prójimo, misionando con hechos. Él apostó por esos corazones solidarios, creyentes o no, capaces de transformar el mundo desde lo concreto, desde el amor que se arremanga. La reconciliación entre fe y acción fue uno de sus grandes legados.

Su cultura del encuentro, del diálogo interreligioso, de la fraternidad más allá de credos, etnias o ideologías, ha sido una contribución inmensa para la paz mundial. Su voz —firme y serena— se alzó contra todas las guerras, en defensa de los migrantes, de los trabajadores esclavizados, de las mujeres víctimas de trata, de los abuelos abandonados, de los mártires por el bien común. Y, hasta el último suspiro, siguió pidiendo por la paz, orando por los descartados y animándonos a abrir el techo de nuestra conciencia para hacer pasar a los últimos delante de Jesús.

Tuve el privilegio de ser amigo personal de Jorge Bergoglio, muchos años antes de que se convirtiera en Francisco. Caminamos juntos desde la Alameda en la lucha contra la trata sexual y laboral. Nuestra amistad nació en esa periferia marcada por el descarte, donde él ya daba testimonio de la dignidad como trinchera. Todavía resuena en nuestros corazones aquella homilía del 1º de julio de 2008, en la Parroquia de los Migrantes, cuando comparó nuestra lucha con los hombres del Evangelio que rompieron el techo para poner al paralítico frente a Jesús: “Hoy también se nos pide que abramos el techo de nuestra sociedad y pongamos delante de Jesús a todos nuestros hermanos, para curarlos con trabajo digno”.

Francisco fue eso hasta el final: un hombre que rompió techos, que rompió moldes, que nos llevó a Jesús con su palabra sencilla y su vida coherente. En una de sus últimas cartas, fechada el 4 de diciembre pasado, nos escribió: “Gracias por haber luchado tanto. Rezo por vos, por favor hacelo por mí.” Nos conmovió ese uso del pasado, como quien se va despidiendo con ternura y gratitud.

Dios le regaló doce años de magisterio —como los doce apóstoles, los doce hijos de Jacob, los doce profetas menores—, una cifra simbólica que resume plenitud, misión y fidelidad. Su sabiduría y su ejemplo seguirán guiando a quienes soñamos con un mundo justo, inclusivo y sustentable. Sus encíclicas, sus gestos y sus palabras quedarán como faros para todos los buenos samaritanos que, dentro o fuera de la Iglesia, aman al prójimo y trabajan por la fraternidad humana y con cada acto de amor concreto, seguiremos haciendo viva tu memoria.

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