Por Pablo Ortiz, publicado en el diario de Cochabamba, Los Tiempos. http://www.lostiempos.com/oh/actualidad/actualidad/20110828/galeria-foto-bolivianos-en-buenos-aires_139402_285681.html
En la capital argentina, viven un millón y medio de bolivianos. Muchos trabajan en talleres y fincas. “La Alameda” trabaja para evitar que los exploten.
Busco a Gustavo Vera, un hombre que se ha llamado al silencio hasta después de las elecciones primarias de su país. Lo busco en una casona de paredes pálidas situada al frente del parque Avellaneda, en Floresta, en Buenos Aires, Argentina. Lo busco porque creo que con él encontraré una parte de Bolivia, a esa mitad de mi país que la pobreza expulsó, a ese millón de personas que vino hasta acá persiguiendo un sueño y que convirtió a Buenos Aires en la segunda ciudad con más bolivianos.
Pienso en Vera como un idealista mientras empujo una puerta verde que no se abrirá. Miro entre los protectores de las ventanas de lo que alguna vez fue el bar La Alameda y veo madres comiendo junto a sus hijos. Veo rostros familiares, morenos, sonrientes: veo a Bolivia, por más que venga disfrazada con buzos negros de la selección Argentina.
Giro la chapa de otra puerta verde y el vapor de una sopa de zapallo me golpea el rostro. Acabo de entrar en la Fundación La Alameda, un lugar famoso por rescatar a bolivianos de los talleres clandestinos de Buenos Aires, por despertarlos de una pesadilla de 16 horas de trabajo, de poca paga y amenazas constantes. Los rescatados ahora comen en unas diez mesas regadas al azar sobre la sala y me miran de reojo mientras fingen no verme.
– No está Gustavo. No sé si alguien te puede atender ahora. Sentate allá y veo si encuentro a alguien- dice una argentina flaca y despeinada, mientras acomoda arroz en el fondo de una fuente cuadrada de plástico y lo corona con un gran pedazo de carne sancochada.
Me manda a Lucas, que hoy no tendrá apellido. Es un tipo de unos 27 años, barbado, que repetirá la palabra militancia no menos de diez veces en 30 minutos. Lucas oculta su desgano cuando cuenta que La Alameda comenzó en 2001 como una asamblea de vecinos, que se convirtió en un comedor comunitario que le da almuerzo a 75 personas seis veces por semana, que creó una cooperativa de costureros y hoy tiene marca propia, una tienda en Palermo y convenios con Tailandia y Filipinas. También apoyan a la Unión de Trabajadores de la Costura para conseguir condiciones más dignas.
Con esas cuatro patas caminó La Alameda hasta 2005, cuando comenzaron a buscarle cinco pies al gato. Se dieron cuenta de que la mayoría de los que llegaban al comedor eran bolivianos que trabajan en fábricas de ropa escondidas en casas y departamentos de Floresta y comenzaron a interesarse. Crearon una sección en contra del trabajo esclavo y con el tiempo terminaron interesándose en todo lo que tenga que ver con trata y tráfico de personas.
Cuando le pregunto a Lucas si no se siente frustrado por atacar el síntoma y no la enfermedad, cuando le digo que mientras Bolivia tenga seis millones de pobres más gente llegará a los talleres, su desgano se transforma en enojo.
– Sí atacamos la enfermedad, acá la enfermedad es el trabajo esclavo- retruca. No me da esperanza de hablar con Gustavo ni me deja volver temprano en la mañana para ayudar a hacer la comida. “Venite a las doce y media mejor vení a la una, por ahí encontrás a alguien”, dice.
Afuera, el tráfico de la avenida Directorio zumba como un río caudaloso que corre hacia una gran cascada. Vuelvo a girar la chapa de la puerta verde y salgo para decidir si tomo un taxi o un colectivo. Antes de parar el taxi aparece Germán, un potosino bajito, de ro
Le respondo que no sé y le aconsejo preguntar adentro. A los 52 años, Germán ya está viejo para trabajar en una fábrica, siente que ha ‘perdido la mano’ para la costura. Confiesa que no quiere ir a trabajar en un taller porque pagan muy poco y que en los últimos 20 días sólo logró sacar unos 230 dólares, nada para un tipo que tiene dos hijos.
Germán no nació con el pan bajo el brazo. Cuando era niño, dejó Macha, un pueblo en medio de la pobreza potosina, para irse a Sucre, pero el hambre los persiguió hasta allí. Volvió a Potosí solo como escala para llegar a Cochabamba. En el valle aprendió a ser mecánico, pero creyó que le iría mejor en Santa Cruz de la Sierra. Aguantó seis años pero no vio el progreso en ese horizonte sin montañas: decidió probar suerte en Buenos Aires.
– Aquí no tenía dónde dormir ni qué comer. Tuve que aprender a costurar, a pesar de que siempre creí que ese no era un oficio para hombres- confiesa Germán.
Era 1986 y la mano de Dios también dejó caer algo de fortuna para Germán. Ahorró plata, se compró 13 máquinas y comenzó a traer bolivianos. No hizo nada que no le hubieran hecho a él: pagaba un peso por prenda, daba techo y comida en el mismo lugar de trabajo.
Su negocio prosperó tanto que hasta consiguió mujer. A los 39 años, Germán se casó con una cochabambina de 16 que había llegado hasta su taller como ayudante de costura. Con ella tuvo dos hijos y la suerte de adivinar cuándo era el momento justo para irse. En el 2000 su suegra lo llamó desde Tel Aviv y le contó que en Israel podía sacar 1.300 dólares por solo ocho horas de trabajo. Vendió todo y volvió a emigrar. Allá fue la primera vez que se sintió viejo. Su mujer lo hizo sentir así cuando le pidió el divorcio. Germán reaccionó de la única forma que conoce: huyó luego de firmar los papeles. Se fue a España, a trabajar de peón en los campos de cultivo. La crisis, el hambre, lo alcanzó allá y decidió volver a Argentina.
Germán pregunta si sé a dónde debe ir para informarse de los planes sociales para padres de familia carenciados que da el Gobierno Federal. Antes de que le vuelva a decir ‘no sé’, una mujer abre la puerta de La Alameda.
-Y usted, ¿de dónde es?-pregunta.
– De Bolivia- respondo.
– ¡Ay! es paisano- dice y luego me da un beso en la mejilla con una calidez casi maternal. Pide que vuelva, promete estar aquí para contarme todo y se va rauda, sin darme siquiera la oportunidad de preguntarle su nombre.
Leo: “La Fundación Alameda no cayó del cielo. Es el resultado de la denodada lucha de costureros, militantes y un puñado de profesionales e intelectuales que, más allá de sus posturas político partidarias (desde el peronismo al marxismo y silvestres) abnegadamente pelearon contra el trabajo esclavo y el tráfico de personas en la industria de la indumentaria”. Lo dice Gustavo Vera que habla como presidente de La Alameda en una nota de 2006 del diario Noticias Urbanas que titula Una fundación para abolir el trabajo esclavo.
Leo la nota y es como si escuchara su voz, áspera, adobada con tabaco negro y mucho discurso de tribuna. Es la misma que he escuchado proponerme que deje un mensaje en todas las veces que Gustavo no contestó el celular. Cambio de táctica y tecleo “Gustavo Vera” en el buscador de Facebook. Llego hasta un Gustavo Vera II que en su perfil dice ser ‘uno más’ en la Fundación La Alameda. Le envío una solicitud de amistad junto con un mensaje pidiéndole una reunión al día siguiente, pese a que un periodista me dice que no vaya, que la historia no vale la pena.
El colega prefiere el anonimato para no perder una fuente, pero me cuenta que Vera siempre buscó la oportunidad de sobresalir en la política. Lo recuerda casi como su acosador, como el tipo que lo perseguía cuando estaba en el secundario para convencerlo de que se una al partido Bolchevique, una agrupación política de tres personas. Lo volvió a ubicar en 2001, cuando trataba de convertirse en un Lenin porteño en medio del cacerolazo y cree que terminó reciclándose al combatir el trabajo esclavo desde La Alameda.
– Ya viste cómo es esto, es un trosko: en cada uno de sus discursos necesita al zar- dice el periodista.
Esto sí podría ser Bolivia. Estoy en la calle Carriago de la ‘Pequeña Cochabamba’, en Villa Celina, en La Matanza, en el Gran Buenos Aires, pero esta calle se la arrancaron a Bolivia. No está pavimentada y en sus cunetas hay agua que ha chorreado de las aceras con el único propósito de dotar al paisaje de un aroma que me sea familiar. Huele y se ve como un mercado boliviano: hay mujeres que han puesto un cajón de manzana sobre el charco para asentar el canasto con el pan, los negocios se anuncian desde las paredes con carteles hechos de cartulina negra y papel fosforescente verde y los taxistas se aglomeran en la esquina esperando al pavo ocasional.
Ya soy amigo de Gustavo Vera en Facebook. Aún guarda silencio, no ha respondido el mensaje, pero sé, intuyo, que lo encontraré en La Alameda. Esta vez hallo la puerta abierta y el olor a sopa ha sido reemplazado por el ajo de las milanesas.
Me acerco de nuevo a la barra y la flaca despeinada sigue allí. Dice que Gustavo me va a atender, pero que ahora está con otro periodista y que me siente y que lo espere.
Yo prefiero quedarme en la barra, cerca que la cocina. Allí, sirviendo sopas y milanesas con fideos cortos está la mujer que me besó en la mejilla en mi anterior visita. Se llama Susy y se vino de La Paz hace seis años luego de que la Alcaldía la desalojara de la cancha donde había construido su casa. En su desesperación, decidió dejarse encantar con los cantos de sirena que salían de la radio, esos que prometían la fortuna bonaerense a cambio de algunas horas de costura. Pronto abordó un bus que pasó por Villazón, desembocó en La Quiaca y en tres días entró a Buenos Aires.
Susy llegó a un taller de la zona de Floresta pero nunca aprendió a costurar. Su trabajo era cocinar, limpiar la casa, buscar a los hijos del dueño en el colegio, hacer las compras. Nunca se quejó, pero luego de tres años, todo se desmoronó. Sus hijas se enfermaron y Susy conoció el significado de dos palabras nuevas para ella: anorexia y bipolaridad.
– Esas son enfermedades que no existen en mi cultura, no sabía qué hacer y tuve que dejar de trabajar para cuidarlas-.
Susy, que pasa del éxtasis a la agonía con con facilidad, había perdido todo contacto con Bolivia. Estaba sola en Buenos Aires y La Alameda fue su salvación.
– Hace dos años, cuando llegué a La Alameda, estaba igual que usted, aquí, sentada, sola. Me daba vergüenza que me den comida, tenía miedo de hablar con cualquiera- dice sollozando, pero se repone rápido y continúa: Ahora soy como dueña de casa, ¿no ve?- dice, sonriéndole a Lucas Shearer, uno de los ángeles militantes de la fundación que acaba de llegar en bicicleta.
Este Lucas es mucho más amable que el anterior y parece interesado en que tenga éxito. Dice que él también es periodista y trabaja en Noticias Urbanas. Cuenta que estuvo en Bolivia, en Cochabamba, en Tiquipaya en la cumbre mundial sobre el cambio climático que organizó Evo, que fue como delegado del sindicato de cartoneros. Me pregunta si yo también estuve. Le digo que no, que sabía que iba a ser un fracaso. Le recuerdo el comentario de Evo sobre la sexualidad de los hombres que comen pollo en medio del discurso de la cumbre. Ambos reímos.
Gustavo emerge del sótano y sonríe amable, dice hola, pregunta si ya almorcé, me invita a sentarme y pide dos almuerzos. Pregunta qué sé de La Alameda y le resumo la historia que me contó el primer Lucas; él corrige algunos detalles y luego propone comer. Corto la milanesa y siento que el sabor del ajo borra lo insípido de los fideos cortos. Mientras mastico, veo las paredes de La Alameda. Hay un mural grande que grafica la lucha de 2001 y el intento de quema de las instalaciones de 2009. También cuelgan de ellas recortes de prensa que registran los logros de la fundación. A lo lejos, bien podrían confundirse con fotos familiares.
En medio de gente que almuerza y reuniones improvisadas de militantes de La Alameda, dos niños se abren espacio para jugar. El más chico, el rubio, se acerca a Gustavo y lo apunta. “Ves, este es mi papá”, le dice al otro niño, morenito, hijo de bolivianos. El mayor se acerca a una pizarra en la que han pegado recortes del diario Noticias Urbanas y le muestra la foto de Gustavo ensangrentado. El rubiecito se espanta, se acerca a su padre y le pregunta: ¿Qué pasó?
– A papá le pegaron los malos- le responde Gustavo.
El niño lo mira orgulloso, intuye que su papá es un superhéroe que lucha contra los malos, aunque no sepa quién es el supervillano.
Terminamos de comer y nos sumergimos juntos en las escaleras que llevan al sótano. Allí está su oficina. Es chica, fría y está tan llena de esa burocracia institucional que las cajas de correspondencia apenas dejan ver la frente y la boina del Che. Enciende un Parisiennes y su humo oloroso se apodera del espacio en un abrir y cerrar de ojos. Respondo desde mi silla con un L&M rubio, por fin puedo fumar en un espacio cerrado en Buenos Aires. Pregunto si alguna vez tuvo miedo, si ‘los malos’ alguna vez lo amenazaron. Cuenta que en 2006 quisieron quemar su casa, que en 2009 lo agredieron, pero no se siente en peligro.
– Cuanto más expuestos estemos y más públicamente hagamos estas cosas, más seguros vamos a estar-dice.
A Gustavo se le acabó el tiempo y me tengo que ir. Cuenta que tendrá una tarde de terror, entre juzgados y despachos de fiscales a los que le entregaron otras cámaras ocultas. Quedo en regresar el jueves por la noche para la reunión de la asamblea de La Alameda mientras emergemos juntos del sótano. Antes de despedirnos, Susy nos interrumpe. “Susy, sos un tango”, le dice Lucas, pero ella insiste en darme un último y sollozante mensaje: “Escribe, diles, diles que no vengan más, que se queden en Bolivia. Aquí no hay nada”.
1. Orgulloso. José Cruz dejó Potosí en 1986 para radicar en Buenos Aires. Asegura que le ha ido muy bien. Vive en Villa Celina, en la Pequeña Cochabamba y es dirigente en su comunidad
2. Esfuerzo. Doña Máxima vende empanadas y asaditos con sabor cruceño en la calle Carriago de Villa Celina (abajo). Antes vendía caldos al frente de la vieja estación de trenes de Santa Cruz
3. Colaboración. Todas las personas que llegan al comedor de “La Alameda” deben comprometerse a ayudar en alguna actividad del comedor un día a la semana. Ellas cocinaron el miércoles 10 de agosto