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Autor: Adrián Hernandez
Olga Cruz es boliviana. Al llegar a Buenos Aires, comenzó a trabajar como ayudante de costurero en un taller textil clandestino. Fue víctima de la explotación laboral. Soportó jornadas de trabajo de 15 horas por día.
En la actualidad, integra la Cooperativa Textil Mundo Alameda. El emprendimiento muestra que se puede “producir y trabajar respetando los derechos de los trabajadores”. Hoy su ingreso promedia los 3800 pesos, gracias a 7 u 8 horas de trabajo. Según ella, en un taller clandestino, un costurero hoy no alcanzaría los 1200 pesos, en una jornada de 7 a 22 horas.
Olga Cruz tiene 37 años. Vino a la Argentina en 1998 desde Sucre, Bolivia, con su esposo y sus dos hijos, porque a sus hermanos les iba bien aquí. El sueldo de albañil de su marido no era suficiente para vivir y, obligada, salió a buscar trabajo; preguntando, llegó a los talleres mediante sus “paisanos” de colectividad boliviana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cuenta también que, en las FM de la colectividad, anuncian los teléfonos para llamar y entrar a coser en uno de los talleres como ayudante o costurera.
“Si recién llegás, te toman más rápido. El dueño te va a ofrecer casa y comida, trabajás bien tranquila porque no tenés que preocuparte de pagar casa y comida. Con casa, comida y trabajo con eso te esclavizan”, así revela cómo quedó presa de las mentiras de los dueños de los talleres clandestinos. Ella reconoce que muchos bolivianos hoy padecen lo mismo que ella sufrió, por eso, ayuda a quienes se acercan a Mundo Alameda.
Olga, en la cooperativa textil, no tiene patrón. Gana entre 23 y 25 pesos por hora de confección de la prenda. Cose entre 7 y 8 horas por día. El precio y la cantidad de horas de trabajo pueden variar respecto de la calidad y la cantidad de prendas que traen los clientes. En un taller clandestino, se paga por prenda terminada. Un costurero gana mucho menos que ella, 1100 pesos por mes, con 15 horas de trabajo, según los datos que conoce.
Un taller clandestino es una casa que consta de un sector donde están las máquinas de coser; en otro se disponen las habitaciones de los costureros, y, en un espacio aparte, vive el esclavista con su familia.
En cuatro talleres clandestinos, Olga fue explotada. Comenzaba a las 7 de la mañana, cuanto más producía, más plata ganaba. Al otro día, a las 7, debía estar sentada en la máquina de coser otra vez.
Ahí desayunaba y merendaba. Le daban una hora al medio día para almorzar un plato de sopa y un vaso de agua, que le servían sin cobrarle nada, y también aprovechaba para alimentar, con sopa y agua, a sus hijos que estaban, en una habitación, encerrados todo el día. Tenía prohibido cocinar para ellos porque era una pérdida de tiempo.
Otros paisanos tuvieron un poco más de mala suerte que ella. En una habitación con dos máquinas de coser, cosían y dormían. La música y el volumen alto eran igual para todos. Olga resume la vida del costurero en levantarse de la máquina para ir a dormir y despertarse para ir a la máquina. Si te dormís, el dueño te golpea la puerta a las 7. “Es muy triste vivir en un taller”, expresa Olga, sin resentimiento.
“En Bolivia es una costumbre típica hacer contrato de palabra que se cumple, describe. En los talleres, se sigue con la costumbre. Como es un paisano, el esclavista, le creen. Con los primeros sueldos llegan los problemas. Solo cobraba la mitad porque el cliente no había pagado todo todavía. Después le robarían la plata de su habitación porque las camas estaban todas juntas, y las dividía una sábana, y, en otros lugares, una placa de yeso. Entonces, el dueño del taller le cedería su propia habitación para guardar el dinero porque tiene cerradura. Él sería seguro. Una vez más, por necesidad, aceptaría. En consecuencia, en los meses siguientes, solo pediría lo suficiente para comprar artículos de aseo personal.
Si quería comprarse un televisor, el dueño lo sacaba de un negocio y debía pagarle el crédito. El dueño tenía legalizada su presencia en el país y podía acceder a los créditos de electrodomésticos con el DNI. La mayoría de las personas explotadas son indocumentadas. Olga, además, no tiene estudios.
“Yo lo único que hacía era acordarme y llorar. Por más pobres que éramos, nosotros conservábamos la costumbre de reunirnos en algunas fiestas importantes. Siempre hacíamos unas fiestas o encuentros familiares entre amigos. Podíamos salir a cualquier lugar. Pero, una vez que venís acá, estás privado de todo. No ves a nadie. Era una tristeza que mis hijos estuvieran encerrados entre cuatro paredes, ni siquiera podían salir al patio para caminar porque, si hacían ruido, molestaban”, se apena.
Existe una creencia compartida entre los “paisanos” de que sin DNI no tienen ningún derecho y que la policía está detrás para deportarlos. Denunciar los abusos laborales en la policía, sin DNI y con el temor de deportación, no se le ocurre a nadie. Olga creyó todo y, muchas veces, por miedo desvió una o dos cuadras a los patrulleros que estaban estacionados o, simplemente, circulaban. Tampoco se debía acercar a los argentinos porque son “malos”.
“En algún momento, yo había perdido las esperanzas de que existiera alguna persona que te pudiera ayudar sin pedirte nada a cambio”, describe Olga uno de sus peores momentos dentro de un taller clandestino.
Entre 2000 y 2001, con la debacle del país, hubo poco trabajo también en los talleres textiles clandestinos. Olga atravesaba su tercer embarazo y no tenía para dar de comer a sus hijos. Recorrió varias Iglesias en busca de comida, hasta que llegó al comedor de Lacarra y Avenida Directorio, donde hoy está la Fundación Alameda.
Entonces su situación empezó a cambiar. Le dieron comida a cambio de trabajo comunitario. Incluso, recuerda, los dueños de los talleres con sus familias también iban a comer ahí. Empezó a participar de algunas asambleas donde escuchó, por primera vez, que ella tenía los mismos derechos que un argentino, aunque no tuviera DNI.
No es fácil salir de un taller clandestino. Cuando Olga fue a cobrar lo que sumó en meses o años, el dueño le descontó la comida, la luz, el gas y la habitación que había usado, algo de lo que no debía preocuparse cuando llegó al taller. Algunos cobraron algo, Olga no cobró nada. Cada vez que regresaba por su plata, el dueño estaba ocupado o nunca estaba.
Ella sabe que en Bolivia hay mucha pobreza, pero nunca vio “a nadie trabajar más de 8 horas, tampoco día y noche como se trabaja acá”. En 2006, luego de revelar a los medios que en la colectividad existía el trabajo esclavo, la siguieron en la calle para pegarle, la acusaron de mentirosa a través del canal 26, le pidieron que desocupara el lugar donde estaba viviendo. Se ganó el “odio” de su colectividad y la trataron de “traidora”. “Hay una explotación en nuestra colectividad, para mí es malo. Somos todos bolivianos y entre nosotros nos explotamos. Eso duele”, concluye.